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CONFESIÓN SINIESTRA

  • Foto del escritor: Estefanía Gomez Rosas
    Estefanía Gomez Rosas
  • 22 ago 2020
  • 3 Min. de lectura

Mi nombre es Teresa, son las siete de la noche, esta carta es la confesión escrita de los sucesos acontecidos hoy 3 de Julio del 2020. Todo empezó a las ocho de la mañana, mis nietos vinieron a mi casa, los trajo mi hijo José, el pobre anda desempleado con este tema del coronavirus, era celador de un edificio de ricos por allá en el barrio Alhambra en el Norte de la ciudad, tenía que viajar casi dos horas para llegar a ese maldito trabajo, en donde lo echaron como a perro, mi pobre hijo sale a rebuscarse el pan de cada día vendiendo tapabocas en un puente peatonal. Yo no puedo salir ni a la puerta, soy una anciana de 80 años, mis defensas no son lo suficientemente fuertes para combatir el virus y no quiero morir en un hospital con un respirador. Mi hijo se está separando de su mujer, la muy maldita zorra lo cambio por otro hombre, por el jefe millonario.

Siempre he odiado a los niños, son el cáncer de la sociedad, toca cuidarlos, limpiarlos, hacen berrinche por todo, no soporto a esos infernales mocosos, y mi pobre hijo no tiene con quien dejarlos, los dejaba en una guardería del bienestar familiar, pero están fuera de servicio con esta situación de la pandemia. Dejó a los niños, al parecer no habían comido nada, acá en la casa apenas tengo lo necesario para comer, con esos mercados de mierda que nos da la alcaldesa Claudia López.

Vivo en el barrio de Soacha, no tengo electricidad, solo tengo agua y una pipeta de gas para cocinar una vez al día, es la máxima ración que puedo completar. Al parecer los niños llegaron con mucha hambre, yo no tenía nada que darles, empezaron a llorar, a gritar, se tiraban al piso pidiendo algún trozo de pan, yo no quería darles nada, esos engendros son hijos de la lujuria de esa prostituta ¡los odio tanto!, mi hijo nunca debió involucrarse con esa zorra.

Al igual que esos infantes yo también tenía mucha hambre, empecé a preparar una olla con agua caliente, y de repente uno de los mocosos se arrodilló ante mi suplicando algo de comer, en ese momento sentí una rabia infinita, agarre al niño por el cuello y mordí sin compasión uno de sus cachetes, estaba tan sabrosa su carne que despedacé pedazo a pedazo todo su cuerpo, principié por la extremidades para que sintiera el sufrimiento que yo estaba sintiendo, él no debía existir, su nacimiento fue un error, lloró y se retorció de dolor, luego devoré su corazón, murió de inmediato, estaba tan delicioso, su sabor a carne fresca, su sangre y su cerebro fueron como un manjar divino. El otro niño se quedó estupefacto al verme devorar a su hermano, lo agarré del brazo y lo amarré a la pata de la cama.

El agua estaba hirviendo, agregué algunos condimentos y especias y pensé en preparar la deliciosa comida para mi hijo, agregué alverjas, zanahorias, fideos, papa criolla y papa pastusa, limpie un poco el reguero de sangre, y me dispuse a condimentar la carne de la sopa, le quité la soga, lo sostuve del cuello y le atravesé el cuchillo en el occipucio, sonó un leve chillido, murió ipso facto, corté su cuerpo en partes pequeñas, las adobé y las cociné a fuego lento con los otros ingredientes.

Mi hijo llegó a las cinco y media de la tarde y preguntó - ¿dónde están los niños? - simplemente le respondí -me trajeron los animales vivos, yo misma los tuve que sacrificar- y volvió a preguntar - ¿y los niños?- están jugando en el barrio- le respondí - dentro de poco llegarán, no te preocupes, y nos sentamos con gusto a cenar como una familia burguesa. Terminamos nuestro delicioso manjar, me agradeció mucho por el cuidado de los niños y la cena, pero estaba preocupado por los mocosos, estaba anocheciendo, entonces decidió salir a buscarlos, ya lleva una hora dando vueltas por el barrio, en este momento son las ocho de la noche, y mientras mi hijo los busca, yo estoy escribiendo mi confesión siniestra, no me arrepiento de nada, es uno de los platos más deliciosos que he preparado en mi vida, no tengo nada más que agregar.

 
 
 

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